Beckett tiene –como Borges y Bernhard– una capacidad magistral e histriónica para ridiculizar la filosofía, esto es, para mostrar que sus pretensiones son irrisorias. En El innombrable, por ejemplo, leemos: «De nobis ipsis silemus, decididamente este debería haber sido mi lema. Sí, también me dieron algunas clases de latín apestoso, que queda muy espolvoreado entre el perjurio».
El fragmento de la Instauratio Magna, de Francis Bacon, citado en el epígrafe de la edición B de la Crítica de la Razón Pura kantiana, le sirve a Beckett como una delirante «referencia de autoridad» que, en última instancia, es falaz. Adorno sostendrá que el autor de Final de partida se encoge de hombros ante la posibilidad hoy de la filosofía o de la teoría en general. Sin embargo, el arte necesita de la filosofía para su interpretación, «para que diga lo que el arte no puede decir, aunque solo el arte pueda decirlo, en la medida en que no pueda decirlo en absoluto». El carácter paradójico de la teoría estética, con este pálido fulgor de nihilismo, tiene un carácter hechizante.
La muestra se presentó hace unos años en el MNCARS, pero no tenía el formato del «cine de exposición» de ahora
En Molloy encontramos cincelada la tarea de este escritor: «No querer decir, no saber qué quieres decir, no ser capaz de decir qué crees que quieres decir y nunca parar de hablar, o casi nunca eso es lo que hay que mantener presente, incluso en el fragor de la creación». Esta resolución surge de un no saber ni lo que se dice: «Debería mencionar –leemos en El innombrable–, antes de avanzar una línea más, que digo aporía sin saber qué significa. ¿Acaso puede uno ser efectivo si no es sin darse cuenta? No lo sé».
Agotadas las posibilidades
Gilles Deleuze señala en su ensayo sobre Beckett («L’epuisé») que el agotamiento «epuisement» es algo distinto de la fatiga. Si el lenguaje termina por ser apenas un murmullo casi inaudible es porque se han agotado todas sus posibilidades. Es en esa situación agotadora cuando surge la aspiración de sobrepasar el lenguaje mediante una imagen pura que ya no es parte de la imaginación de las voces y los nombres, que no surge de la razón, ni de la memoria. Imaginación muerta, imagina, es la condensación de lo que será el paso de Beckett hacia lo fílmico y la televisión.
He vuelto a ver Film, rodada en 1964 con Alan Schneider, y también las piezas para televisión y radio que están magníficamente presentadas en el CAAC. Impresiona la fricción de las imágenes descarnadas de Beckett con la rotunda severidad del Monasterio de la Cartuja sevillana. Si hace unos años el MNCARS presentó esta misma selección (sin excepción de Not I, el monólogo delirante protagonizado por Billie Whitelaw), no tenía el formato que tiene ahora, propio del «cine de exposición», superando la presentación de un ciclo en un auditorio. Y es justamente ahora cuando he pensado algo obvio pero que en mis anteriores textos sobre Beckett no había planteado. ¿No será que nos interesamos por ese material porque está realizado por el mismo sujeto que escribió Esperando a Godot? Tengo la impresión de que la episódica tentativa cinematográfica de Beckett está sobrevalorada. Lo digo con la experiencia de ser yo mismo uno de los que lanzó las campanas al vuelo.
Con la imaginación seca
He vuelto a leer las páginas de Deleuze en La imagen-movimiento sobre los ángulos de visión de Film, donde Beckett ascendería «al plano luminoso de inmanencia, el plano de materia y su chapoteo cósmico de imágenes movimiento», y me he encontrado únicamente con la mistificación. Es cierto, como apuntan los comisarios de la exposición de Sevilla, que Beckett, desde los sesenta hasta su muerte, tradujo su desconfianza gradual hacia la palabra como medio de verdadera comunicación en «un interés creciente por la imagen y lo audiovisual». El núcleo duro de la escritura beckettiana surge entre 1952 y 1957, y los años en los que se interesará por lo audiovisual son aquellos en los que su imaginación está prácticamente seca. Este auténtico despoblador no tenía para lo fílmico el inmenso talento que atesoró para los diálogos y monólogos de la desesperanza insomne.
Imaginación muerta es la condensación de lo que será el paso de Beckett hacia lo fílmico y la televisión
Basta con que leamos sus inquietantes piezas teatrales, sus desoladoras novelas o sus relatos residuales. En esos basureros donde el hombre está deyecto no hace falta ver nada, incluso ese paisaje está cubierto de ceniza. Unas palabras obsesivas valen más que mil imágenes «fílmicas». En 1967, Beckett afrontó dos preguntas sobre Final de partida, surgiendo la primera del «desconcierto» que sintió parte del público ante la representación teatral: «¿Cree que plantea interrogantes a los espectadores?». La respuesta no puede ser más lapidaria: «Final de partida no pretende ser más que una pieza. Nada menos. Nada tiene que ver con interrogantes y respuestas. Para tales menesteres existen universidades, iglesias, cafeterías...». No podemos hablar de lo que nos gustaría hablar (el carácter irrepresentable de la muerte) y aún así no podemos no hablar, por más maravilloso que pueda parecer: «Debes seguir, no puedo seguir, seguiré».