Cometidos de las Hermandades
LA sociedad española vivió sumida, durante un periodo de tiempo que alcanza casi hasta los comienzos del siglo XIX, en una profunda motivación espiritual; sus creencias acaso no fueran del todo
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LA sociedad española vivió sumida, durante un periodo de tiempo que alcanza casi hasta los comienzos del siglo XIX, en una profunda motivación espiritual; sus creencias acaso no fueran del todo depuradas e intensas, pero alentaban de tal modo la mentalidad del pueblo que el ideal religioso impregnaba toda su actividad y mantenía latente en él, el mensaje de Jesucristo.
Bajo esta influencia se agrupaban quienes ejercían el mismo oficio o profesión; aquellos en quienes concurrían razones étnicas o de procedencia geográfica; y estaba motivada en gran parte por la reacción popular ante el ímpetu disgregador de corrientes heréticas que venían allende sus fronteras.
En este clima y en estas circunstancias nació un buen número de las Cofradías que se distribuyen hoy en el ámbito de esta Ciudad de Sevilla, cuyas Reglas dan testimonio de la causa de aquella vinculación originaria. Todas movidas por el fervor religioso que bullía en su interior, del que el culto externo, sentidamente compartido por quienes lo presenciaban, no era sino la explosión, valga el calificativo, de un aliento apostólico y creyente, que no cabía en el recinto de sus corazones.
En los últimos tiempos, sin embargo, esa sociedad, que vivía condicionada por tan piadosas coordenadas, emprendió un proceso de transformación que viene desarrollándose en nuestros días a una velocidad trepidante. Sus causas principales arrancaban de muy atrás, aunque de forma soterrada, para surgir descaradas y absorbentes, a influjo de una serie de factores tales como el liberalismo, la revolución industrial y determinadas corrientes filosóficas. Hoy la sociedad, hipnotizada por los constantes descubrimientos con que a diario la asombra la técnica y las posibilidades que ello le van permitiendo alcanzar en el logro del bienestar físico, ha dado lugar a un capitalismo desenfrenado y un ansia de prepotencia económica.
Todo ello ha desembocado en una actitud de indiferencia, si no de abierta hostilidad, al sentimiento religioso que distinguía la vida de nuestros abuelos, porque el hombre ha venido a convertirse en su propio creador, sin admitir que la Naturaleza y, por supuesto, los preceptos morales, tengan nada que decirle ante ese su orgullo colectivo.
Y de la misma manera que la Iglesia por medio de los concilios ha sabido modernizarse y ponerse al día en esta realidad irreversible, atenta siempre a sus manifestaciones más sensibles, para hallarse presente en cuantas corrientes doctrinales y científicas irrumpen en la vida moderna, las Hermandades y Cofradías, han de actualizar esos objetivos con que nacieron y fueron reconocidas en el Derecho positivo de la Iglesia, a los que no pueden renunciar sin riesgo de desnaturalizarse.
Este Foro de Opinión, que se siente profundamente orgulloso de nuestras Hermandades, sacramentales, de penitencia y de gloria, por cuanto descubre en ellas un valiosísimo patrimonio espiritual que conservan y acrecientan a lo largo de generaciones y en que se sedimenta lo más valioso de su ser y su sentir, quiere exhortarlas a que tomen entera conciencia del papel que les corresponde en la presente coyuntura histórica, inoculada de un laicismo militante y agresivo que, ante la imposibilidad de destruirlas, pretende asimilarlas como una simple manifestación cultural y folklórica con que enriquecer el atractivo turístico de sus Fiestas Primaverales.
En su vitalidad confiamos porque ha sido puesta de relieve en determinados momentos críticos de nuestras manifestaciones religiosas, como el mantenimiento con trascendencia civil, de la festividad de la Inmaculada Concepción y del Santísimo Corpus Christi en uno de los jueves sevillanos que «relucen más que el sol».
Pero entendemos que estos actos ocasionales, con ser tan meritorios, no son suficientes, porque la situación social que atravesamos demanda una actitud formativa permanente. Al ocuparnos, de forma esquemática, al comienzo de este artículo, del origen de nuestras Hermandades y Cofradías, aludíamos, como una de las causas más decisivas de su nacimiento, al propósito de servir de dique de contención al impacto disgregador de corrientes corrosivas que comenzaban a surgir en Europa; y nuestro amor a las Hermandades nos suscita esta reflexión: ¿cuál es el móvil que determina hoy a un buen contingente de sevillanos a integrarse en la nómina de una Hermandad, cuando las circunstancias que vivimos no son menos alarmantes que las que enturbiaban el clima religioso de nuestros ancestros? Ese proceso de aumento del número de hermanos, esa rivalidad en la belleza de imágenes y esculturas, esa riqueza de «canastillas» y ornamentos, y esa proliferación de marchas procesionales ¿satisfacen totalmente el cometido que atribuye a las Hermandades el artículo 298 del Código de Derecho Canónico?
No podemos desconocer que la promoción del culto público constituye una de sus finalidades; y en este sentido las Hermandades de Sevilla se hacen acreedoras al elogio que Jesucristo aplicó a aquella mujer que, en casa de Simón el Leproso, derramó sobre su Cabeza un costoso perfume de nardo; pero nos asalta la duda de si ese afán constante de enriquecimiento de mantos, palios, varales y candelería son fruto del mismo espíritu sobrenatural de la mujer evangélica o si va matizado de una rivalidad suntuaria o un simple alarde de riqueza patrimonial y artística. No nos es lícito ignorar tampoco que, mediante las Bolsas de Caridad, nuestras Hermandades llevan a cabo un elogiable testimonio de solidaridad cristiana; y no podemos, en fin, pasar por alto que muchas de nuestras Hermandades patrocinan y mantienen escuelas de formación profesional, que realizan una labor de incalculable proyección social.
Pero bueno es recordar que ese artículo 298 del Código de Derecho Canónico en que se incardinan nuestras Hermandades, no agota su contenido en la solemnidad del culto público y en el ejercicio de obras de asistencia, con toda la importancia que estos cometidos tienen. El precepto alienta también a los fieles laicos que, juntamente con clérigos, se incardinan en una Hermandad, a realizar obras de apostolado, a llevar iniciativas de evangelización, y sobre todo a ese cometido tan fecundo, como imprescindible hoy, de ANIMAR CON ESPÍRITU CRISTIANO EL ORDEN TEMPORAL. Y esta labor formativa es tanto o más importante que la difusión del culto público y la ayuda económica a quienes estén precisados de ella, porque la Caridad no consiste tan solo en dar pan de buen trigo.
Pensamos en la formación religiosa de tantas personas, carentes de ella, que en la primavera de cada año se acercan a la Hermandad con el único aliciente de salir de nazarenos. Se trata de concienciarlos de lo que significa incorporarse a una Hermandad; de las disposiciones y propósitos que ello comporta; de la formación que pueden recibir y transmitir a su vez a personas de su entorno, como la «piedra caída en el lago». Se trata, en suma, de influir en el ambiente como influyeron aquellos antepasados nuestros. Cierto que esta actividad catequética y evangelizadora va tomando cada vez más cuerpo en nuestras hermandades, pero quizás no al ritmo y con la firmeza que demanda la lucha contra el laicismo imperante.
Vivimos en una sociedad que, como advertíamos más arriba, tiene perdido el norte en un buen número de principios de orden moral. Que está llegando a considerar como normal, a fuerza de una propaganda tenaz y descreída que la martillea, y unos programas con que «nos obsequian» los medios de comunicación, cuestiones tan graves como el desprecio al matrimonio, el aborto, la exaltación de la homosexualidad y hasta la justificación de la eutanasia. Que, con un desdén arrogante a las creencias religiosas de que nos hemos alimentado, postulan suprimir el nombre de Dios en nuestras instituciones y el crucifijo en las escuelas por la aplicación de erróneos principios de comprensión y tolerancia. Hemos desembocado, en suma, en lo que nuestros Pontífices nos vienen advirtiendo, de pérdida del sentido del pecado, en que vivieron nuestros antepasados con todos sus defectos y limitaciones.
Estamos orgullosos de nuestras Hermandades, pero precisamente por ello, nos sentimos alentados a pedirles más porque en su secular comportamiento tiene puesta la Iglesia su esperanza.
Insistimos en ese desiderátum de «animar con espíritu cristiano el orden temporal»,que se nos escapa de las manos, y que tienen planteado como un reto las Hermandades y Cofradías. Cuentan para ello con una Dirección Espiritual, que no es, ni debe ser, una designación honorífica ni simbólica, sino un medio, al que pueden y deben acudir; que por virtud de su cometido no pueden plegarse a las corrientes de moda ni contagiarse del espíritu materialista y desenfadado de nuestra época, pues, en frase del Santo Padre hoy reinante, cuando era Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, todos los fieles comprometidos -y los cofrades lo están-, deben aventar las cenizas que cubren las ascuas de la religiosidad y les impiden prender en cuanto la rodea.
Sabemos que lo que aquí sugerimos, es una tarea larga y dura, pero gratificante, como todo lo que se relaciona con nuestro destino sobre la tierra. Comprendemos que será difícil modificar muchos hábitos y no pocos convencionalismos; y que sus frutos acaso serán escasos y se harán esperar; pero, aunque parezca una perogrullada, comenzar una tarea, es el primer paso para realizarla, pues, como sentenció un filósofo de la antigüedad clásica, «el principio es ya la mitad del todo».
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