El Festival de Cannes ha recibido con un moderado entusiasmo «La piel que habito», la última de Pedro Almodóvar que tenía, entre otras misiones, la de pasarle un trapo húmedo al figurón de tiza que se dibujó en el suelo Lars von Trier. Todo el torniquete argumental y todo el mundo sórdido que quiere poner en la pantalla Almodóvar es tan inocente y dulzón como una bolsa de «chuches» si se lo compara con la fiereza y la auténtica sordidez y genialoide suciedad del personaje que se ha creado Von Trier y del cine que derrama en la pantalla.
«La piel que habito» ha tenido su ración de éxito en su primer pase a la prensa, aunque al tiempo hubiera que oírse durante la proyección risas y carcajadas en algunos de los momentos fatalmente dramáticos de la historia. Aunque lo que cuenta se inspira en una novela de Thierry Jonquet, también podría ser una versión comitrágica del doctor Frankenstein, con un Antonio Banderas que lucha a brazo partido por asomar la cara entre un personaje absurdo.
Dramatismo impostado
Almodóvar no logra un gramo de frescura o de frescor en lo que quiere transmitir
Pero cualquier consideración sobre «La piel que habito» debe ir acompañada con la precaución de que el nombre y la estrella de Almodóvar tienen vida propia al margen de la esponjosidad de su cine, y de que no solo es tan favorito hoy como ayer, sino probablemente un poquito más. Cannes tiene ganas de darle una Palma de Oro a Almodóvar y Almodóvar también tiene ganas de que Cannes se la dé. Quizá sea éste su año aquí.





